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Querida Sarah:
Desde que te separaste de mí comenzó a apagarse mi luz. Jamás he dejado
de pensar en ti. No podría olvidarte aunque el mar decidiera que eres
para él, o aunque tú decidieras que eres para el mar. Tú has sido mi luz
todo este tiempo, la verdadera razón por la que me levanto cada mañana y
encuentro la fuerza para hacer cada una de las cosas que hago en mi
vida. Mi razón para vivir. Nada me proporciona más placer que pensar en
ti, y sólo una cosa me hace más feliz que recordarte: pensar en la
próxima vez que te veré, y en que ya queda un día menos.
Sé que no quieres que te salve. Sé que nunca quisiste que te salvara.
Puede que la gente de este pueblo piense que te salvé si te encuentra
aquí conmigo. Pero no es cierto. Es al revés. Tú me salvaste. Tú me
salvaste el día en que te conocí, y yo te he abrazado siempre desde
entonces como nadie más puede abrazarte, como ni siquiera yo puedo
abrazar a nadie más. Apretándote fuerte durante segundos, durante
minutos, durante horas. Los demás pueden pensar que quizá sea muy
honesto querer únicamente abrazarte. Que es bonito cuando alguien no
quiere nada más de ti. Pero lo que quiero yo cuando te abrazo con tanta
fuerza es que no te separes de mí. Te quiero a ti. Tu voz y el calor de
tu cuerpo, y tu cara desafiando al mar conmigo al lado. Tu sonrisa y tu
voz dulce y tus palabras cariñosas. Tus enfados y tu genio indomable. Tu
personalidad. Yo no te he salvado, o puede que sí. Pero tú me salvaste
primero. Tú me salvaste a mí cuando me abrazaste por primera vez. Por
eso creo en ti. En la fragilidad con la que vives y en la pasión con la
que sientes. Nadie puede echar más de menos a alguien de lo que yo te
echo de menos a ti. Tú eres mi faro, y no al revés. Mi vida y mi sueño.
Ojalá me hubieses elegido. Ojalá nunca te separaras de mí.
Cerré la carta y la metí entre las hojas del libro.
Dejé el libro junto a ella, junto a su faro. Y cogí del brazo a mi amiga
y volvimos hacia el sendero que llevaba a la pequeña casa de cal, a la
colina, al camino de vuelta al pueblo.
La dejamos allí, durmiendo plácidamente. En el alféizar del mundo.
Pero no la dejamos sola. La dejamos con él.
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